14 / 10 / 2024
Priscilla Cisternas – CIPER
Pocos eventos en la historia mundial han sido tan significativos, debatidos y controversiales como el llamado descubrimiento de América. Tal como en la actualidad procesos que se desarrollan en un lugar del globo afectan a otros, la colonización de América desencadenó transformaciones entre sociedades geográficamente muy distantes entre sí.
Argumentos abundan para considerar la expansión de los imperios ibéricos y la colonización como un punto de inflexión en la historia humana. Basta pensar en algunos de sus rasgos decisivos para advertir las implicaciones de la colonización en la formación de las sociedades americanas y más allá, incluyendo migraciones transcontinentales, propagación de enfermedades, transformaciones demográficas, explotaciones mineras, nuevas rutas comerciales, degradaciones del ambiente físico, mestizajes, cristianización, castellanización, pautas de género, urbanización, esclavitud y violencia. Testigos del período temprano moderno ya avizoraban los alcances de los múltiples cambios devenidos posterior a 1492. No es casual que, en una fecha tan temprana como 1539, el pensador italiano, Lázaro Bonamico, aseverara que el hallazgo del Nuevo Mundo era comparable sólo con la inmortalidad.
Mención especial en estas transformaciones representan los alcances que el descubrimiento de América supuso en los regímenes alimentarios. Como Alfred Crosby subrayó en su influyente The Columbian Exchange: Biological and Cultural Consequences of 1492 (1974) a partir de los viajes de Colón, las sociedades humanas superaron las simas de Pangea- los océanos- dando inicio con ello a una crucial transferencia biológica de cultivos y plantas, animales y agentes patógenos que han dado forma a nuestro mundo presente.
El panorama bosquejado por este autor sugiere un intercambio desigual entre el Nuevo y el Viejo Mundo. La difusión de enfermedades del Viejo Mundo como la viruela y el sarampión diezmó dramáticamente a la población nativa del Caribe, Mesoamérica, los Andes y el resto del continente. Desde luego, el impacto de estas enfermedades debe ser considerado en conjunto con la violencia colonial, guerras de conquista y el sometimiento de trabajo y esclavitud indígena y de sociedades africanas. En cambio, alimentos originarios del Nuevo Mundo como el maíz y la papa favorecieron la dieta y el crecimiento demográfico del resto del mundo.
La historia social de los alimentos ha enriquecido nuestro entendimiento de la transferencia de cultivos iniciadas después de 1492. Desde luego, la circulación de alimentos no fue solamente una cuestión biológica, sino que involucró sistemas de conocimiento agroecológico, tecnologías y prácticas de preparación y consumo. Por ejemplo, la introducción de arroz en el Caribe, Brasil y la costa este de los Estados Unidos fue gracias a la acción de las mujeres esclavas africanas quienes cultivaron este cereal en huertas para subsistencia al interior o al margen de las plantaciones. En otras palabras, los alimentos no circulan en un vacío social y cultural, sino que existieron actores y productores frecuentemente invisibilizados que permitieron la difusión global de los alimentos. Cuándo y cómo sembrar y cosechar, o bien cómo preparar, almacenar y consumir son dimensiones críticas para entender la transformación de los regímenes alimenticios a nivel global. De la misma manera, aspectos como el gusto desempeñaron un rol esencial en las formas en cómo los consumidores percibieron, experimentaron y asimilaron alimentos desconocidos. La apropiación europea del chocolate -consumido como una bebida entre los grupos nativos mesoamericanos- se dio en paralelo a un debate médico y religioso acerca de sus significados culturales.
La percepción que los primeros colonos tuvieron sobre los alimentos indígenas demuestra que la transferencia de alimentos debe ser entendida más allá de su dimensión puramente biológica. Como Rebecca Earle ha explicado, ya desde el primer asentamiento fundado por Colón en La Española (actual Haití y República Dominicana), los españoles estuvieron ansiosos por consumir alimentos europeos y evitar los nativos como la mandioca. Los europeos pensaban que sin acceso a los cultivos esenciales de una dieta mediterránea corrían un doble riesgo. Por un lado, sin alimentos saludables ellos enfrentaban una pobre nutrición y, eventualmente, la muerte. Por otro lado, intelectuales, cronistas, médicos y oficiales coloniales pensaban que el consumo de alimentos indígenas como la mandioca de los Tainos y Caribes los convertirían a ellos inexorablemente en indígenas. De esa manera, el pensamiento colonial implicaba que los alimentos no solamente mejoraban la nutrición, sino que también determinaban el carácter y el cuerpo de las personas.
Esto habría llevado finalmente a una discriminación hacia los cultivos indígenas. Desde luego, en la práctica esta separación entre comidas europeas y “comidas de indios” pudo ser menos infranqueable de lo que se piensa. Conquistadores y otros colonos consumieron ávidamente productos nativos, ya sea por necesidad, ya sea por gustos aprendidos. La historia del maíz y la papa demuestran elocuentemente su consumo más allá de las comunidades indígenas coloniales. Pero detrás de esas historias, digamos, más visibles y exitosas del Intercambio Colombino yace un conjunto de otros alimentos nativos, como por ejemplo una variedad increíble de tubérculos y seudo cereales postergados e ignorados por parte de los colonos europeos.
La época post-independiente con el surgimiento de comidas nacionales y la influencia de la cocina internacional terminó por oscurecer aún más el potencial y rol de estos alimentos indígenas considerados como inferiores, rudimentarios y bárbaros. Sin embargo, las ansiedades alimentarias posteriores a la Segunda Guerra Mundial y Guerra Fría animaron a botánicos, estudiosos y gobiernos a buscar alternativas para encontrar cultivos con potencial de subsanar las temidas hambrunas producto de la incapacidad de satisfacer la demanda energética de la superpoblación mundial. Hacia la década de 1980, un grupo de estudiosos internacionales identificó más de una treintena de legumbres, seudo cereales y tubérculos en los Andes que denominaron como los “cultivos perdidos de los Incas”, cuyo redescubrimiento luego de largos años de desprecio colonial y postcolonial prometían convertirse en nuevas papas a ser adoptadas por sociedades en todo el mundo. El momento actual ha renovado este interés por hallar alimentos nativos con potencial nutritivo y versatilidad agroecológica frente a la amenaza del cambio climático y el Antropoceno.
En Chile y el resto del mundo el problema de la seguridad alimentaria desencadenada, entre otros factores, por el alto precio de alimentos nutritivos, ha puesto nuevamente en la palestra las oportunidades perdidas que significan estos alimentos nativos para poblaciones vulnerables como adultos mayores y migrantes. Cuando se observa esta historia desde una perspectiva temporal de largo alcance resulta necesario analizar el rol que tuvieron procesos como la colonización en los sistemas de percepción, empleo y consumo de alimentos. Si los cultivos indígenas, actualmente promocionados como súper alimentos prometen un mejor futuro, esto es así por generaciones de productores, la mayoría de ellas mujeres, quienes los han cultivado y consumido como parte de una historia mucho más amplia de transformación y amenaza a sus formas de vida y cultura, explotación y usurpación de sus territorios. Después de todo, los alimentos no son sencillamente realidades de la naturaleza, sino que productos o creaciones culturales.